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martes, 29 de junio de 2010

mejor ni mirar

La paleta de posibilidades se volvió gigante. Es análoga de la locura con la que el narigón de pelo largo y blanco recorre esa parte de la plaza Bernardo Houssay. Con los ojos en fuego recorre cada recoveco. “Cómo la pude haber perdido la puta madre”, repite. Dice eso y nada más. Cerca de el, estábamos yo y una señora gorda con grandes aros brillantes y las piel de las manos caída pero almidonada con anillos. Pasa y nos mira con la certeza de que, alguno, se ha encanutado lo que el perdió. Anda con ojeras de ayer y la barba de un poco más. Simétricamente camina fuera de sus cabales. Mejor ni mirar. Esa tarde, me sorprendió mientras el sol de invierno se caía atrás de la Facultad de Medicina. Pensaba en una antigua muy antigua muchachita de la que estuve enamorado. Vivía en el corazón de la Avenida Corrientes, o más bien, a media cuadra de allí.




Ella tocaba el timbre en una iglesia de Once todas las tardes a las seis. Lo hacía desde los ocho años y ya estaba terminando el colegio secundario. Primario y secundario, ambos, en colegios de la zona. Siempre el mismo recorrido de vuelta a casa.

El bar en la esquina de Córdoba y Callao. Conocía a todos los mozos, amigos de su padre. Con el paso de los años y las crisis quedó solo uno conocido. León. Primer hijo de una familia Trotskista. Le regalaba una flor cada viernes que ella pasaba por allí, mientras recitaba su tan característico “buenas Tardes, señorita", con la ceja derecha levantada. Luego, el gigantesco edificio de Aguas Argentinas con el sol de mediodía justo arriba estirando los picos y puntas de la construcción casi 20 años más vieja que la joven, que le tapaba los rayos asesinos del sol cuando volvía de gira, con los ojos entrecerrados y ausentes de lucidez.



Cuando nos dejamos de ver, ya no estudiaba. Sin embargo, fui algunos días a las seis de la tarde. Me paraba en la puerta de la entrada administrativa que tenía el templo. No fue nunca más. Me comentaron, tiempo después, que se había mudado a José C. Paz. Allá al Oeste, con una amiga, que vivía cerca de la villa Papelito. Un bario tranquilísimo, de gente trabajadora, me dijo una conocia de ella con la que todavía hablo. Seguía estudiando sociología en la Universidad de Buenos Aires, pero laburaba cerca de su casa. Fui algunas veces más a la iglesia, a veces tocaba el timbre.Después, pasaba pero ya no me quedé nunca más. El párroco mandó a poner cámaras. Dos, una arriba de cada extremo que tenía la puerta de madera maciza. Dejé de ir. Supongo que ella también. Mejor ni mirar. Así, de esa forma, suena todo distito, porque ya se hizo de noche en este banco de cemento.

B
fotos: los pibes

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